LA NIÑA, LA MADRE Y LA VIEJA SABIA ERRANTE


Caminaba cabizbaja, hundida por el dolor. Mis pies envueltos en piel de venado, se arrastraban por el hielo que a duras penas me permitía avanzar por aquel paraje lúgubre y sospechosa de los extraños sonidos del viento. En breve debería estar de vuelta al poblado. Usé el cuchillo, para sesgar de cuajo un apetitoso manjar, regalo del cielo. Era extraño haber podido encontrar algo que echarme al estómago. Las lágrimas, no sólo me corroían el alma, sino que estaban a punto de quemarme la piel de mis mejillas.
Soñé aquel día que un poderoso Gólgota, me sacaba del umbral de la memoria, para, dejándome de empecinar, renombrara toda la sombra y convirtiera mi escondrijo en un hogar.
Un lacerante alarido se desprendió de lo más profundo de mi corazón. Basta, - me dije. Basta de abandonarme y dejar de ser yo, por ser alguien a quien desconozco. ¿Y qué importancia tiene si mis entrañas no son útiles…? ¿Si no puedo darle a un hombre lo que tanto requiere, para su perpetuación…? Sólo puedo beneficiarle con el arte, pero nunca jamás podré recompensarle.
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La recogí del suelo, estaba amoratada, sus ojos cerrados por el duelo y su belleza afectada por la muerte. Con un viejo trapo de lana, até la niña a mi pecho, ya no lloraba – no podía hacerlo – ahora de ella ya no quedaba nada, sólo su cuerpo y un recado.
Fue su madre la que fuera mi hermana, la que me desahució de la casa. Quien me culpó de todo. Quien nunca me permitió esgrimir palabra. Pese al duelo.
Nuestra infancia fue densa, perduraban los recuerdos de dos niñas solitarias, que sin bagaje ni puerto, acabamos siendo acogidas en un lugar siniestro.
Siendo la mayor, no encuentro palabras ni entendimiento, ni el porqué mi hermana, está perforada por los recuerdos. Pues yo sí recuerdo, que por malvivir, tuve que aprender a soportar todo tipo de vejaciones, cuando en mi adolescencia, me obligaron a yacer con aquel cruel viejo. Después de sucumbir, a mucha tradición absurda, en la que te hacían creer que la mujer era la más burda criatura de todo el universo. Decidí, con mucho dolor, darle la espalda a Dios.
Bajé mi mirada al suelo y allí en ese lugar lacerante, viví o más bien, creí vivir, aunque en realidad lo que estaba sintiéndome, era morir.
Pero no todo aquello fue más terrible que cuando la vieja Mami, sin un ápice de compasión, me tachó de mujer inútil, por no ser capaz mi útero, de engendrar un varón, siquiera una preciada hembra, que perpetuara aquel horror.
De no traer hembra al mundo, se encargó mi interior. Negué y renegué de Dios, para no generar más dolor. De lo del varón, se debió ocupar Él, pues ahora caigo en que si era infértil, no era por causa del género, sino por una causa mayor, que se escapaba a mi control. Eso fue así, porqué así tuvo que ser. Ahora lo sé.
Empeñada en una vida mejor, que aportara algo al mundo, me uní a un mentor, que me llevó a explorar otros mundos, llenos de sabiduría. Con él, quien por primera vez me respetó, aprendí a traer vida al mundo, como comadrona.
No sólo conocí las artes de las hierbas y otras esencias, sino que también conocí, los tecnicismos de la medicina chamánica. Por lustros, me dediqué a ayudar a parir, a mujeres de todas las edades y lugares, pues en mi carreta, todos los días iba y venía por diferentes parajes, con el hielo ahogando mis talones, pero con el corazón puesto, en ofrecer todo mi conocimiento. Aprendí a invocar a los espíritus que guardaban de mi y velaban por el plan de la humanidad. También por el de los asistidos, tal y como me enseñó el gurú chamán.
Elegí vivir por y para los demás, por y para su salud, por y para su bienestar esencial.
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Un día, me hicieron llamar, alguien quiso transmitirme que mi hermana estaba en riesgo, traía un bebé muy mal.
Después de años sin tener relación, decidí que aquel era el momento de recuperar el vínculo. Cogí mi carreta y con lo puesto, en plena víspera me puse en marcha.
Alcancé el poblado. Era noche fría y siniestra. Todo estaba en silencio. Todo menos, el interior de una casa, en la que se intuía el miedo.
Corrí hacia donde mis piernas me dirigieron. Alcancé el Gólgota.
Di las órdenes pertinentes. Solicité ayuda a los espíritus, quemé hierbas para purificar el lugar. Hice salir a los que perturbaban, más que ayudar.
Mi hermana casi no pudo reconocerme. El dolor de sus entrañas era tan fuerte, que no consiguió verme.
Hablé a su oído palabras de alivio. Le exigí un átomo más de fuerza, para que pudiera hacer mi trabajo y le rogué a su alma que me guiase, con la intención de cerciorarme de lo que debía hacer en caso de tragedia. Sin dudarlo, ella me dijo:
¡Sálvala a ella! No me importa si muero…
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No supo perdonarme jamás. Yo tampoco sé si podré hacerlo. No sé si podré perdonarme. Mi corazón actuó según sintió. La niña nació con el cordón enrollado por dos vueltas. Si no tiraba de ella, mi hermana hubiera muerto. Decidí tirar, para después intentarla reanimar. Ahora mi hermana está viva y la niña muerta. Me identifico con la niña. Yo también estoy muerta. Lo hubiera estado de todos modos, si ahora fuese la niña quien estuviera viva y mi hermana muerta. Morí mucho antes, justo en el momento en el que decidí intervenir. Esa es mi naturaleza, por Amor hago las cosas que no haría si las pensara, por eso corro el riesgo de morir, aún no estando muerta.
Ese fue su recado, el que yo he transformado en un divino regalo. Ahora sé que expresarme desde el Amor, no es estar muerta. Siento la vida y siento a la niña vivir, sin más temor a morir, pues vivo en el sentimiento, más allá de lo que desde aquí se puede vivir.