DIANA, LA AMAZONA QUE HACIA EL SOL CABALGA


Diana, era una muchacha terriblemente auténtica, al menos eso creía ella. Siempre que en su búsqueda por las Tierras de Faria, se adentraba en El Bosque de los Lamentos, una anciana Hada, se le presentaba, diciéndole que si no dejaba de estar triste, nunca conocería ni al verdadero caballero, ni tampoco a aquello que la librara del duelo. Fue entonces, cuando Diana, se enfadó de veras con el Hada, estaba hasta el cuerno de que siempre, aquella Anciana le dijera lo mismo. Caminó desolada, entre ramas y ramas de olivos caídos. Pateó el suelo del olivar con todo su ahínco, se desquició consigo misma y con su contrariedad, hasta que un buen día, extenuada, cayó al suelo… no podía más.
En sus sueños se veía a sí misma cabalgando como una Amazona, libre de miserias y rica de aventuras que contar. Como Amazona, no sentía impedimentos, surcaba mares y cielos y regresaba a su hogar, con la alegría de llevar a los suyos lo que pudo en sus viajes conquistar.
El día comenzaba. Diana se despertaba y se percataba de que todo había sido un sueño. Ella ni Amazona, ni jinete, ni nada. La desesperación la embargaba y el desconsuelo, la comunicaba con el profundo sentimiento de quien fuera un perdedor. Ni batallas ganadas, ni conquistas, ni nada. Allí sola, en alpargatas, sin rumbo y sin acción.
Las Tierras de Faria eran las tierras de sus ancestros. Allí la vida era monótona, triste, llena de impedimentos que le permitieran expresar a la Amazona que llevaba dentro. Tuvo un extraño pensamiento hacia su madre, una mujer dominante que todos los días invadía su espacio con absurdas exigencias. Sintió detestarla, aunque rechazó aquel sentimiento, no pudo evitar ser protagonista de ese rechazo. Ella jamás sería como su madre. Ella lograría conquistar escenarios difíciles de imaginar. Lo arcaico quedaría lejos. Lo nuevo sería todo aquello que Diana lograra descubrir, tras romper los lazos que le impedían acudir en busca de lo desconocido.
Las Tierras de Faria se enriquecerían de sus conquistas. Diana jamás volvería a ser mirada como una mujer amargada por los impedimentos.
Fue en ese momento, cuando la Anciana Hada, se volvió a acercar y sobrevolando su oído quiso hablar:

- Verás como el Amanecer traerá consigo un Caballo alazán, subirás a él y cuando cabalgues en la dirección del Sol, aparecerá ante tus ojos, aquello que siempre te negaste a ver.

Diana, yacía inerte en el frío suelo, mientras el Hada murmuraba estas palabras extrañas. La chica creyó que era un sueño y cuando recuperó el ánimo para volver a levantarse del suelo, no recordó nada de lo ocurrido.
Colocándose bien el vestido, se atusó el cabello y eligió un camino. Se sentía perdida… pisó las ramas de olivo, escuchó bajo sus pies de nuevo los crujidos, pero ni aun así, consiguió sentir el motivo por el que estaba ocurriendo aquello.
Llevaba caminando largos años, estaba agotada y en cambio el paisaje de El Bosque de los Lamentos, no había cambiado mucho. Quizás era porque tenía miedo a adentrarse por lugares que a primera vista parecían intransitables. La noche la atrapó de nuevo. Esta vez fue una Mariquita quien posándose sobre su mano le dijo:

- Hola!!! ¿Todavía sin rumbo…?
- ¿Quién eres…? – preguntó la chica al precioso insecto, que se la miraba fijamente, poniéndose a la defensiva, como acostumbraba a hacer siempre ante los desconocidos.
- Soy Mery. Yo vivo aquí. ¿Y tú…?
- No, yo no. Estoy de paso, pero la verdad es que todavía no sé por cuanto tiempo me quedaré – confesó, bajando la mirada, como si estuviera avergonzada de su ignorancia.
- ¿De qué te lamentas…?
- ¿Cómo…? – respondió indignada Diana – no me lamento de nada. Entré aquí por pura casualidad.
- Aaahhh!!!! ¿Eso crees…? ¿Todavía no sabes que fue lo que te trajo al Bosque de los Lamentos…? – insistió Mery.
- Vine yo por mi propio pie. No me trajo nada ni nadie. Soy una joven independiente y muy libre para ir allá donde se me antoje. Soy de las Tierras de Faria y este Bosque pertenece a mis ancestros, soy libre de transitar por él – concretó con soberbia, elevando la voz para que quedara muy claro.
- Y… entonces…!!! Si eso es así y aquí no haces nada… ¿a qué esperas para marcharte...? ¿Es por qué quizás no encuentras la salida…? ¿Acaso tus ancestros te atrapan donde tú ya no tienes nada…?

Diana se estaba enfadando de veras, ante el estúpido interrogatorio al que estaba siendo sometida. Se quedó parada… pensativa…, buscando una respuesta a aquella última cuestión. Al hacerlo se dio cuenta de que no era tan libre como creyera. Era bien cierto, que todavía no había encontrado el camino de salida. Era cierto que un arraigo arcaico la tenía cogida. De repente se dio cuenta de algo:

- Soy una Amazona sin vida.

Consciente de ello, se alejó de la impertinente Mariquita. Estaba claro que tampoco quería ser su amiga.
Amanecía. Sola como siempre, se destrozó los pies caminando sin rumbo, pero con un claro instinto en su Ser, descubrir cómo salir de aquel laberinto que la había atrapado. El Sol comenzaba a clarear los espacios de Luz del Bosque. No iba a desfallecer. Jamás se dejaría vencer por la absurdidad. Siempre había sido una luchadora y nada iba a provocar que flaqueara su coraje. El Bosque por el que transitaba, sería testigo de su valía como mujer.
Entre pensamiento y pensamiento, Diana alcanzó un recodo rocoso, que se estrechaba hasta dar con un riachuelo de aguas claras. Se sorprendió. Un precioso alazán bebía de las aguas con extrema saciedad.
De repente recordó algo que la anciana Hada del Bosque, le dijera en su día:

- Verás como el Amanecer traerá consigo un caballo alazán, subirás a él y cuando cabalgues en la dirección del Sol, aparecerá ante tus ojos, aquello que siempre te negaste a ver.

Nunca antes había cabalgado por las Tierras de Faria. Nunca jamás había conocido a Caballo alguno que pudiera conducir sus pasos. Sólo en sus sueños, se veía a sí misma cabalgando y cabalgando. Se le iluminaron los Ojos. La frase de la Anciana Hada retumbó en su cabeza. El orgullo y la soberbia, combatían con el deseo de conocer rutas nuevas, tal cual lo deseaba la Amazona que llevaba dentro. El Hada tenía razón, estaba anquilosada en lo arcaico de su experiencia, sino se hacía amiga de la osadía, jamás viviría aquello de lo que tanta añoranza sentía. Sus ancestros no podían tener tanta fuerza.
El Caballo dejó de beber. Miró con desfachatez a Diana. Relinchó. Se acercó a Ella y con un golpe de cabeza la empujó, lanzándola al agua helada del riachuelo.

- Estúpido Caballo!!! – exclamó -. Acaso crees que vas a tratarme de este modo.

Diana se peleó contra las ficticias mareas de las aguas, hasta conseguir salir indemne de aquel chapuzón. ¿Cómo iba a convertirse en Amazona si su Caballo siquiera la quería de jinete?
Chorreando agua y rabia, se quitó la ropa para secarla al Sol que despuntaba, quedando desnuda ante Él. El Caballo parecía ajeno a la escena, alejándose para deleitarse con un buen desayuno matinal. Diana no le quitaba el ojo de encima. Algo en Ella le decía:

- No dejes escapar esta oportunidad que te da la vida.

Desnuda como estaba, se acercó al alazán, intentando encontrar un motivo de conversación que los uniera. Mientras Diana se acercaba, el Caballo más se alejaba. Después de varios intentos de acercamiento, desistió.

- ¿Sabes…? No estoy para perder el tiempo!!! Estoy intentando establecer contigo, comunicación. Eres un estúpido.No me das siquiera esta oportunidad.

Diana, se expresó gritando, dejando al descubierto su angustia y sus miedos. Estaba dispuesta a correr el riesgo, pero no estaba dispuesta a pedir ayuda, ni a tragarse su bravura. Mientras iba tras el Caballo, lanzando improperios, resbaló con una piedra, dando de bruces contra el suelo.
Aquello la enfureció todavía más, era como si aquella mañana nada bueno le fuera a pasar. Quedó tirada, expuesta al Sol de la mañana, sola, sin nada que cubriera su cuerpo. En su desesperación, intentó rauda ponerse en pie de nuevo, con la sorpresa de que su pie derecho no respondía a su petición. Un grito de dolor se escuchó. Diana parecía tener el pie roto. Sus ropas se secaban al Sol a considerable distancia. Al Caballo lo perdió de vista. Y allí tirada contra las piedras, dejó que pasara el tiempo, perdiendo la noción de todo. El día avanzó y la noche se apoderó del Bosque de los Lamentos y del dolor de Diana. En las Tierras de Faria, alguien la buscaba con desespero.

- Diana!!! Diana!!! Diana!!! – se escuchaba a alguien gritar.

Una inmensa Luna, parecía abrirse paso entre las ramas más altas que despuntaban hacia el firmamento. Las encinas, las acacias y los espigados abetos, parecían entretejer un gran cuadro con la esencia lunar. La muchacha tuvo una poderosa intuición. Observó la luz lunar penetrando hasta alcanzar su Ser. Se dejó invadir por aquella extraña luz, por primera vez. La Luna, la recogió en su seno y la meció en silencio.
Imágenes de escenas pasadas, cruzaron su mente. Diana se conmovió. Era Ella, viéndose en muchas proyecciones, en multitud de vidas. Vidas plagadas de luchas empedernidas, de guerras, de desazón, de inocentes niños perdidos víctimas del dolor, de desamparados, de repudiados, de ingentes seres indigentes que no encuentran donde acabar sus días, para no vivir más desamor.
Entre imágenes y sentimientos que siempre rechazó, quedó profundamente dormida… y ahí en ese sueño algo sucedió.
En el sueño, estaba vestida con ropajes ancestrales, harapientos, de haber superado largas horas de combate. Se miró en el espejo del riachuelo y se asqueó de ver aquello que veía. De repente un cosquilleo la hizo reaccionar, observó su mano, una Mariquita parecía trepar por ella.

- Mery!!! – exclamó como si le hiciera ilusión dar con el insecto - ¿Eres tú?
- Hola Diana!!! ¿Qué te ha ocurrido…? Veo que sigues lamentándote… pero ahora tienes más brillo. Te lo has permitido!!! Te has permitido sentir tus emociones. Me haces tan feliz… - le confesó sonriendo -. Creía que ya te habrías ido – le confesó, mirándola fijamente a los Ojos de su Corazón.

Diana bajó la mirada, creyó avergonzarse. La Mariquita tenía razón. No había entrado por casualidad en aquel Bosque. Su Alma estaba atrapada en un largo lamento, casi interminable. No había querido admitirlo. En ella había culpabilidad, miedo, agresividad… la Mariquita, trepó hasta su oído:

- Vuelve a mirar el reflejo del riachuelo – le pidió – ¿y ahora dime en verdad que ves…?

Diana obedeció. Aunque asustada por aquello que podía ver, aceptó. Tembló, le daba pánico verse de nuevo, temblaba al saber que hacerse consciente, tenía un alto precio. Temía odiarse a sí misma, por cobardía. Con gran fuerza de voluntad e intención, lo hizo. Se volcó de nuevo, sobre la superficie del riachuelo.
Para su sorpresa, descubrió algo de ella en lo que nunca reparó, se vio como una madura mujer, preciosa, de ojos cristalinos, de mirada limpia y sincera. Observó a esa mujer, le parecía una desconocida, aunque en el fondo sabía que a Ella la contenía. Entonces esa mujer que yacía en sí misma, le hizo sentirse hija y en ese mismo instante se dejó mecer por su madre. Ahora era un precioso bebé. A través del bebé, Diana abandonó las escenas del dolor de su Corazón y se centró en su madre y en su amor. Se reconocía a la perfección. Era el bebé más precioso que el Cielo pudiera ver. Era el vencedor. Era el resultado de toda su labor. Era el que ganó todas las batallas. El que no murió ante nada. El que pese a todo alcanzó a vivir, para que Diana pudiera por siempre existir y que su gran belleza pudiera ser contemplada por todos.
Sintió estallar su Corazón. Sintió el gran amor que su Madre le brindó. Se sintió crecer. Sintió que todavía tenía mucho que vivir como mujer. Entonces ocurrió algo. Se vio a sí misma como esposa y en ese preciso instante se dejó amar intensamente por su pareja. Se vio por vez primera, acompañada por Él. Era el mismo Sol, el que había enamorado su Corazón. La escena avanzó y al hacerlo, se sorprendió, ahora era ella la Madre, permitiéndose amar incondicionalmente a sus hijos. Preciosos niños la rodearon. Diana, no entendía muy bien lo que ocurría. Su Corazón comenzó a temblar de emoción. Niños de todas las razas y naciones la miraban con gratitud y amor. Bebés, tiernos imberbes, incluso adolescentes la querían abrazar. Diana lloraba. Los recordaba a todos. Algunos los había parido, a muchos los había sabiamente atendido, o unos pocos, les había proporcionado una familia que los amara. Ninguno había quedado desamparado. Mery, la Mariquita lunar que guardaba en una gran biblioteca todo lo que Diana fue capaz de generar, le desvelaba las imágenes, para que la muchacha supiera que tras la huella del dolor, también existe la huella del amor. Mery sabía que Diana tenía que ser consciente de todo lo que contenía su Corazón, no podía ser que el dolor su hubiera hecho el dueño.
Era el único modo de que acabara con el lamento de su Corazón, con la rebeldía de la sinrazón, con la pena de no haber vivido una vida mejor…
Diana se abrazó con todos los niños, se sintió hija, esposa y madre y regaló ese sentimiento profundo de victoria a todos sus ancestros, al hacerlo algo se soltó. Entonces… gritó. Gritó de alivio. Gritó como nunca antes lo había hecho. Se deshizo de los miedos. Descendió todos esos horribles sentimientos. Algo iluminó su Alma de tal modo que casi quemó sus entrañas. De repente, el miedo se esfumó. Fue justo entonces cuando el Caballo se acercó. Se despertó. Se sintió extraña. La conmoción se convirtió en alegría. Sonrió. Sabía que algo ocurriría. Un hocico húmedo golpeó suavemente su cara. El alazán la animó para que se sujetara. Sin mediar palabra, Diana se incorporó y ayudada por el Caballo recuperó su ropa, se vistió y subiéndose al alazán, por vez primera en toda su existencia, cabalgó, pero esta vez no era en sueños.
Diana, cabalgó desprendida de todo lo ajeno, de todo aquello que ya no le pertenecía. Cabalgó hasta que se vio a sí misma como esa Amazona de otra vida. Nadie ni nada, podía detener aquel precioso día, en el que Diana se recuperó a sí misma. Abrazada a su Caballo lloró como nunca antes. Recordó a la Anciana Hada y sus palabras, sintiendo una gran gratitud hacia ella. Le hubiera encantado encontrarla para mostrarle que lo había conseguido.
Diana cruzó El Bosque de los Lamentos de parte a parte, lo cruzó sabiendo que la salida estaba muy cerca. Xerom, el Caballo de Diana, aceleró la marcha. Ella se dejó conducir por el equino. Ahora viajaban juntos. Por fin lo habían conseguido.
Miró al Sol, recordó:

- …cuando cabalgues en la dirección del Sol, aparecerá ante tus ojos, aquello que siempre te negaste a ver.

Le pareció ver como el astro la llamó por su nombre. Se estremeció. Era cierto, el Sol era su dirección. Le dio la orden a Xerom. Dando un relincho de alegría, el alazán y la Amazona cabalgaron hasta dar con la salida.


El Bosque de los Lamentos, hacía tiempo que había quedado atrás. Quien quisiera ver a Diana, tendría que adentrarse en las maravillosas Tierras de Faria. Los caminantes decían que Faria era una tierra de dichas, donde se habían gestado grandes batallas, pero eran batallas de vida, de conquistas y de alegría. En Faria vivían aquellos que conseguían alcanzar lo que su Corazón quería. Diana se había convertido en la Guardiana de los Sueños de todos aquellos que perdieran sus miedos. Con su fuerza y su magia, era capaz de desvelar las Almas, para que pudieran ver lo que ocultaban, en las Tierras de Faria. La Guardiana, navegaba en su barca, entre las nieblas que rodeaban Faria. Cada día vigilaba si alguien se acercaba. Cuando el que estaba preparado daba con ella, lo guiaba hasta el Bosque de los Lamentos, lo conectaba con el laberinto que lo tenía atrapado y cuando la luna lo invadía, acompañaba a la Anciana Hada y a la Mariquita, para conducir a aquella Alma hasta sus sueños.
Ahora a Diana la llamaban la Guardiana de las Tierras de Faria. Curiosamente eran muchos la que podían presentirla en sus sueños, entonces con gran amor maternal, levantaba sus velos para que no olvidaran jamás, aquello que tanto anhelaban.
El Sol brillaba y la Amazona cabalgaba, Él y sus hijos la esperaban… Diana estaba a punto, a punto de llegar…

- Diana!!! Diana!!! Diana!!! – le gritaban quienes la supieron identificar.