CLARISA, LA JOVEN QUE CON UN VESTIDO DE NUBES SE VESTÍA


En un Prado de Luz, tostado por los dorados, soleado por los rayos, que con delicadeza alcanzaban a todas las Hadas del Lago, una de ellas se vestía cada día de alegría, para que su propia dicha, alcanzara a todo aquel que se cruzara con Ella, en su vida.
La joven Clarisa, de amplia sonrisa y enigmática belleza, con un vestido de nubes se vestía cada día. Cantaba y recitaba todo lo que de su Corazón brotaba. Los cuadros que pintaba, eran mágicos. Los animales del Prado, se acercaban a escuchar sus cánticos, los pájaros la acompañaban silbando, los búhos observando y las abejas, susurrando entre zumbidos, mensajes ocultos para Corazones cultos.
Un fuerte crujido despertó a María. Rauda salió del lecho en el que profundamente dormía. Acudió a averiguar qué había provocado su despertar. Un temblor la sobrecogió. Su Hogar, se había tornado oscuro. Había pasado de Luz Celestial a un reflejo macilento, difícil de identificar. Palideció. El frío la sobrecogió. Su imagen se reflejó en el espejo de su habitación. Ahí reflejada, sólo fue capaz de ver a una niña asustada. Tendió su mano adulta para tocarla, pero al hacerlo, un fuerte miedo la atrapó. Su congoja aumentó. Volvió a mirar el espejo, la niña había desaparecido. Era como si aquella visión hubiera sido una mala jugada de su mente.
Pero entonces…
¿De dónde salía aquel miedo…? ¿Qué temía la joven María…?
El día se levantó, los rayos dorados del Sol le recordaron algo, aunque al instante, su mente la traicionó, recordándole el episodio vivido aquella noche. La tristeza invadió a María. Deseaba recuperar en Ella la alegría, y ese vestido que de nubes se hizo un buen día. Parecía tarea imposible. El recuerdo de aquella Hada que alegre cantaba, torturó su Corazón.
Sin poder evitarlo, algo se encogió por dentro. La emoción se desbordó y María sumergida en un mar de lágrimas, se conectó con el dolor de su Corazón.
Intentó obviar lo ocurrido, así, como acostumbraba, se acicaló, cogió su cesta hecha de juncos trenzados por sus propias manos y se adentró en el campo que bordeaba su casa.
Conforme el campo su convertía en Bosque, sintió la necesidad de clamar la presencia de las Hadas y de los Duendes. Extrañamente, ninguno acudió a su llamada, siquiera la chica de las nubes que cantaba. Entonces llamó a los Ángeles para que la acompañaran, pero ninguno la escuchó. Enfadada, gritó a Dios que la acompañara… Silencio por toda respuesta.
María, no comprendía que le ocurría. Sintió la profunda soledad de su vida. Sintió los terribles miedos que la sobrecogían. Regresó a su mente, la imagen en el espejo de aquella niña asustada y por vez primera, supo que en la niña yacía la solución.
Llenó su cesta de interesantes hierbas que fue encontrando en su camino. Un poco de salvia, un poco de espliego, unas malvarrosas y algunas hojas de roca. Miró su cesta, quizás ya tuviera suficiente para realizar las maceraciones que tenía pensado hacer. En su cocina, experimentaba con recetas de sabiduría antigua, para dar de beber a aquellos que acudían a la sala de citas, para que María les dijera, qué dolencia acribillaba sus vidas.
De repente, una visión clara y nítida se mostró ante ella. Se giró. Buscó… se había cruzado con alguien, estaba segura, su piel se había erizado. Comenzó a temblar de miedo.

- ¿Hay alguien ahí que juegue a esconderse…? – balbuceó, intentando mantener la compostura.

De nuevo la poderosa energía la erizó.

- No te escondas!!! Da la cara. Sé que estás jugando con mi emoción.

María, sentía la fuerza de esa energía rodeándola, trazando un juego a su alrededor. Si alguien hubiera podido verla, observaría a una joven campesina haciendo aspavientos, como si luchara por apartar fantasmas.
El presunto fantasma, continuaba jugando con María o al menos eso creía ella, era como si quisiera agotarla para aprovechar su debilidad y colarse en su vida.
Como pudo, haciendo un esfuerzo, María apretó a correr hasta alcanzar el campo que rodeaba su casa. Entre el terror que la embargaba, distinguió la puerta entreabierta.
Clarisa entró corriendo en la casa. Quizás se había dejado la puerta abierta y no lo recordaba. Eso la inquietó aún más. Intentó calmarse. Respiró, controlando el jadeo producto del terror. Bebió un largo vaso de agua y acto seguido decidió hacer aquello que tenía planeado, sin permitirle al miedo, anularlo. Colocó sobre la encimera de piedra, las flores y hierbas del cesto. Cogió su mortero y el recetario que le entregara su Abuela y se dispuso a preparar una maceración que ayudaría a un Señor muy mayor, a que dejase de dolerle el cuerpo y el Corazón.
Mientras María preparaba la mezcla, el recuerdo del Señor que le había pedido ayuda, se clavó en su Corazón.
Dio un brinco, algo cruzó su mente de nuevo. La misma energía que la había asustado en el campo, parecía que había regresado. La fuerza la envolvió. María gritó. Estaba sola, nadie podía ayudarla con aquello. La energía insistía. Cogió todos sus amuletos, una cruz de bronce de su abuelo, un colmillo de lobo de un tatarabuelo, una piedra del Valle de las Reinas, que le trajo una prima lejana, de un viaje por Egipto. Un lazo de seda, del vestido de novia de su madre y un brazalete de oro de su niñez. Abrió el cajón de una mesilla, para coger también la Sagrada Biblia. Corrió bajo el altar, en el que imágenes, figuras y estampas, flores secas y velas, quemaban… y con toda su fuerza se puso a rezar.
La luz de una de las velas, chisporroteó causando un desagradable sonido y olor. María dio un respingo, pero aun así continuó. Perdió la noción del tiempo. El miedo a lo desconocido, se había apoderado de ella y nada más podía hacer que someterse a ese sentimiento de posesión.
Extenuada de frío y terror, se quedó dormida y allí, en ese sueño que la sobrecogió pudo respirar tranquila.

Soñó…

Era una preciosa Hada del Lago, que cantaba subida a la rama de un árbol, que caía sobre las aguas pacíficas y claras. A cada nota que salía de sus labios, unas bonitas ondas, se generaban sobre la superficie del agua. De entre las ondas, aparecían pequeños seres fantásticos, se trataba de unos pececillos dorados, que se alimentaban de las notas de la canción de Clarisa.
De repente, sin saber cómo, se agitaron las aguas, una fuerte oleada, mató la dulce calma del Lago. Clarisa se asustó y tal y cómo se sobrecogió, un gran pescado de dientes afilados, pegó un salto, tan alto, que casi roza el limpio rostro del Hada.
Clarisa dio un grito de terror, el propio grito la despertó. María, recordó a la perfección el sueño. No sabía qué hacer, su miedo estaba dentro y también estaba fuera. ¿Cómo iba a poder sobrevivir a aquel pánico…? Pues estuviera donde estuviera, María se sentía cautiva de lo oculto.
Paulatinamente, la desesperación de María iba en aumento, no era capaz de soñar, ni tampoco de vivir en paz, pues siempre lo oculto, la venía a buscar.
Un buen día, ocurrió algo insólito en su vida, sin siquiera advertirlo, se sorprendió a sí misma manteniendo una provechosa conversación con alguien. Se trataba de una Dama, de faz clara y manos amorosas, que con una gracia especial, le explicaba a María, preciosas historias que contar.

- Oooohhh!!! Qué historia más bonita!!! – exclamó María, sin poder evitar sentir un amor especial por aquella Dama a la que sentía que conocía muy bien -. ¿Quién eres…? ¿Cómo te llamas…?

La Dama, se hizo la interesante, deslizándose ante la mirada atenta de María. Tras esbozar una preciosa sonrisa, concluyó…

- Soy Clarisa… Soy tú misma. Soy quien hoy todavía no has descubierto en ti. Soy en quien puedes confiar sin temor a no conseguir vivir en paz. Soy quien no teme. Soy la Dama que yace en su pureza, que vive en su magia, la misma que se expresa con toda su belleza. Soy tú.
- Oh!!! – continuó exclamando María, que no podía salir de su asombro. ¿Cómo puedo alcanzarte…? – preguntó inquieta la joven, cuyo halo de belleza comenzaba a liberarse.
- Siente la magia, no temas, lo oculto es tu rumbo… ven… acompáñame…

Clarisa se giró señalándole a María toda su absurda superstición, la misma que a lo largo del tiempo le había hecho creer que a lo oculto, tenía que tenérsele miedo.

- Deshazte de todo eso… Líbrate del tu ancestral miedo… ¿Sabes ya cómo puedes hacerlo…?
- No, creo que no lo sé – acertó a decir balbuceando.
- Dale a la Madre un hueco. Madura a esa niña que llevas dentro. Siente que aquello no fue abandono, fue lo que la niña necesitaba para liberarse del apego.
- Pero… ¿y cuando me aceche el miedo…?
- Enfréntate a él. Mírale de frente. No evites su nombre. No te sientas triste, cada vez que te viene a ver. Búscale.

Tal y como Clarisa dijo estas palabras, María enmudeció, algo en su inconsciente se conmovió de tal manera, que el dolor regresó, atrapando todo su cuerpo. La Dama se desvaneció. Había desaparecido.

- Clarisa!!! Clarisa!!! Clarisa!!! Vuelve por favor, no me dejes sola de nuevo ante esta emoción.

María temblaba, la energía de siempre, regresó, acechándola. Ante el altar que tanto le recordaba su acobardado pasado, gritó de desesperación. En un ataque de ira, apagó las velas, lanzó estampas, imágenes, amuletos y demás supercherías, al fuego de la chimenea.
Por vez primera, su casa quedaba limpia de temor. María sin saberlo, alimentaba a la niña que se reía abandonada ante lo oculto de la nada, allí donde albergaba un siniestro señor.
Corrió ante el espejo de su habitación. Al instante la niña se reflejó. Por un momento la sintió sonreír, quizás comenzara a sentirse feliz. De repente, se fijó mejor, no se lo podía creer, la niña había crecido, pese a no tener ni Madre ni Vestido.
Pasaban los días y María insistía llamando a Clarisa. Se sentía perdida, el instinto que la llevaba a refugiarse en su altar, todavía aparecía, pero ahora ya no tenía a quien orar. Hubiera deseado recuperar todo aquello que lanzó al fuego. Se sentía tan frágil y vulnerable que no sabía cuál sería su reacción, si aquella energía que de tanto en tanto la acechaba, volvía de nuevo para asustarla. Rechazó rauda ese pensamiento que tanto la atormentaba.
La maceración que preparara para aquel anciano Señor al que siempre le dolía todo el cuerpo y su Corazón, estaba preparada. María había elaborado aquel preparado con todo su Amor, no soportaba por más tiempo sentir el dolor del Señor. De repente, la fugaz ráfaga de energía de siempre la envolvió. Dio un grito entrecortado.

- Otra vez no!!! – rogó con lágrimas en los ojos.

Sin esperarlo, sonó el timbre de la puerta. La energía continuaba abrazándola. Por un instante creyó sentir que la arropaba. Pero algo en su cabeza le dijo que lo oculto siempre daba miedo. Corrió hacia la puerta en busca de salvación. Abrió. Se llevó una gran sorpresa. Un apuesto Caballero de amplia sonrisa y elegante aspecto, le sonrió:

- ¿Es usted María…?
- Si – acertó a decir la chica, que ya siquiera sentía a aquella energía.
- El Señor la está esperando, sabe que el brebaje está preparado para tomarlo.

María se asustó de nuevo, no comprendía como el Señor sabía aquello, ella no se lo había dicho.
Así el Caballero de la puerta le aclaró:

- El Señor dice que usted le apareció esta pasada noche en sueños para comunicárselo. Se siente muy agradecido por ello. Prefiere que sea usted quien acuda a su residencia. Yo la llevaré. Señorita… - concluyó realizando una inclinación de cabeza -. Por cierto… no me he presentado… Mi nombre es Uriel.

La joven no salía de su asombro, no recordaba nada de aquello. Miró tras el Caballero. Un carruaje espectacular estaba allí parado, conducido por dos preciosos caballos alados, listos para emprender un viaje de ensueño. ¿Uriel…? ¿Uriel…? Desde ese instante aquel nombre no dejó de repetirse en su cabeza, le era muy familiar.
El cochero le tendió la mano a María, invitándola a acompañarle. María dudó, no sabía qué hacer, miró a los ojos del cochero y sintió que tenía que confiar en él. Corrió a su cocina, recogió el brebaje, lo guardó en su cesta de junco trenzado y asió la mano del Caballero con timidez.
A una poderosa señal del cochero, los caballos iniciaron la marcha, primero trotaron ligeros, para más adelante comenzar a cabalgar a alta velocidad, hasta que decidieron emprender el vuelo.
María, iba acomodada en el asiento interior del carruaje. No podía creer lo que sucedía. Desde allá arriba podía ver lo que nunca antes había logrado. Su casa, el campo, el avioletado prado, los elevados árboles que ocultaban la verdad del Bosque. Podía ver mucho más. Estaba deseando llegar a la residencia del Señor. Sujetó con fuerza el brebaje que le preparó y sonrió muy contenta al tener la certeza de que al Señor ya no le dolería ni el cuerpo ni el Corazón.
En aquel instante de dicha, Uriel se giró para mirarla. Por vez primera, María advirtió su belleza. Sus ojos, transmitían bondad, su firmeza, seguridad y su educación le aseguraban que pertenecía a una estirpe real.

- ¿Está usted bien Señorita María…? – preguntó sin dejar de sonreír -. ¿Está bien ahí… o prefiere sentarse aquí…? – dijo, señalándole el asiento del conductor.
- Si, está bien. Quizás mejor ahí, con usted – confesó, decidida.
- Por supuesto. Acérquese sin miedo. Desde aquí el paisaje es espectacular. No se pierda este Cielo – le dijo haciéndole un hueco e invitándola a dirigir su camino.
María, tomó asiento junto a Uriel, entonces éste le tendió las riendas para que fuera ella misma quien condujera. Cuando María sujetó las riendas del carruaje, se produjo un fuerte estallido en ese Cielo que cruzaban. Los alados caballos relincharon y tal y como lo hicieron se elevaron por encima de aquel Cielo, alcanzando uno todavía si cabe más elevado. María se sorprendió, no tenía idea que todavía había más Cielo por descubrir. Nunca antes había sujetado unas riendas. Se sintió cómoda. Ya no era la chica que se sentaba en el asiento de atrás, sin tomar sus propias decisiones. Se sintió valiente. Feliz. Para su sorpresa, no tenía miedo. Uriel la observaba, se sentía encantado, incluso parecía enamorado. María se ruborizó. Por fin atinó a decir:

- ¿La Residencia del Señor…? ¿Crees que voy bien por aquí…?
- Si, María, ahora sí, mira… la puedes ver allí…

Uriel señalaba hacia el norte, a pocos metros, entre las nubes de aquel Cielo, podía distinguirse un perfecto Hogar. María gritó a los caballos alados. Estos respondieron raudos a su petición.

- Estamos llegando!!! -  gritó.

Los caballos se detuvieron ante el Hogar del Cielo. María y Uriel se apearon. Antes de continuar hasta la Residencia, María quiso darles las gracias a los equinos. Eran preciosos… Cogió su cesta de juncos trenzada que contenía el brebaje y sin dudarlo pidió paso. La puerta se abrió. Una preciosa mujer la recibió:

- ¿Qué deseas…? – le preguntó.
- Vengo a traerle esto al Señor – dijo, mostrándole el brebaje.
- Adelante, te está esperando.

María entró en las profundidades de aquella lar. La luz que se desprendía por doquier era espectacular. De repente escuchó:

- María!!!
- Sí Señor, estoy aquí, traigo el brebaje…

Dicho lo cual apareció un joven apuesto, vibrante, saludable… la joven María no pudo reprimir un grito ahogado. Era Él, era la energía que constantemente la envolvía y de la que tanto se asustaba.
El frasco con el brebaje se estrelló contra el suelo, rompiéndose y derramándose su contenido. María no sabía ni qué decir ni qué hacer. Quedó absorta mirando al Señor.

- Todos los días vengo a visitarte, creí que no serías capaz de recordarme, es por eso que envié a Uriel a buscarte. Deseaba que recuperaras la verdad de mí. No soy ese que me dibujan en la cruz, lleno de sangre y dolor. Lo mejor de todo es que tu pasión jamás se acabó. Me buscabas y yo acudía, pero tu visión de mí te obcecó, sin dejarte sentir que estaba en ti todos los días.
María no podía dejar de llorar ante aquella declaración de Amor.

- Tengo algo para ti.

El Señor se acercó y tocó con su mano la sede del alma de María. Algo profundo sucedió. María comenzó a escuchar los cánticos y las prosas de Clarisa. Cuando el Señor acabó, le tendió algo.

- Toma… Vístete… es hora de que luzcas lo que con tanto ahínco te has ganado. Este es tu vestido…

Una bruma de nubes blancas vibraba ante los ojos de María. Era su vestido de nubes, el mismo que vio en Clarisa. María se vistió. Ese sería su novedoso aspecto. Cuando se giró de nuevo para mostrarle el vestido al Señor, éste había desaparecido.
Sonrió. En el fondo de su Corazón sabía que no era así. Ahora tenía claro que siempre estaba allí, con ella, arropándola, amándola, vibrando al mismo son. Al Señor ni le dolía el cuerpo ni el Corazón, lo que en verdad le dolía era que le tuviera miedo sin motivo ni razón.
María salió del Hogar. Uriel también había desaparecido. El carruaje con los caballos alados, la esperaba. Subió. Cogió las riendas y sin dudarlo, eligió el camino a seguir. Esta vez no había dudas, no había nada ni nadie que eligiera por ella, ni que dominara su sentir. Era ella quien conducía su vida y quien cada día creaba aquello que le daba dicha.

El Sol se había levantado. Una joven se miraba ante el espejo. Una niña preciosa le devolvía el reflejo.

- Estás preciosa – le dijo.
- Tú también – le confesó Clarisa a la niña -. ¿Ya no tienes miedo…? – preguntó, pese a conocer la respuesta.
- No, ya no. Estoy con el Señor y eso no da miedo, sólo me da Amor.


Alguien observaba a Clarisa mientras cantaba y recogía flores del Prado para sus maceraciones. Era Uriel, quien atento observaba a Clarisa, la joven que con un vestido de nubes... siempre... se vestía.